Artículo de opinión
José Manuel Pérez Rivera, 27 feb (Rebelión).- Todos aquellos que gozan de cierta capacidad de análisis y sienten inquietud por lo que acontece a su alrededor, dedican tiempo y esfuerzo a identificar y combatir las causas de nuestra crisis multidimensional. Entre este grupo de personas son mayoría quienes se detienen en estudiar la dimensión exterior de la crisis. Una crisis externa que puede resumirse en una breve sentencia: una edad de expansión, o en términos económicos de crecimiento, está cediendo el paso a una edad del equilibrio. Muchos se resisten a reconocer que el periodo del crecimiento económico, de la expansión territorial, poblacional e industrial ha terminado.
Sin embargo, siendo importante el aspecto exterior de la crisis, nada es comparable a la crisis interna que sufre el hombre. El pensamiento materialista nos ha llevado a confundir las necesidades de supervivencia con las de satisfacción de los aspectos más elevados de la condición humana. Nuestra supervivencia física depende, como es lógico, de tener acceso a bienes tan vitales para la vida como el aire, el agua, una alimentación adecuada, una vivienda con unas mínimas condiciones de habitabilidad. A partir de este primer plano de requerimientos básicos vamos ascendiendo hacia otros no menos importantes, como las necesidades de comunicación y cooperación, de relación sexual y paternal, de amistad, de compañerismo y apoyo mutuo, etc…
Pero si hablamos en términos de satisfacción de la vida, la referida escala ascendente de necesidades, desde la mera vida física hasta el estímulo social y la evolución personal, debe ser trastocada. Tal y como comentaba Lewis Mumford en su obra “La condición del hombre”, “las necesidades más importantes, desde el punto de la realización de la vida, son aquellas que estimulan la actividad espiritual y promueven el crecimiento espiritual: la necesidad de orden, continuidad, significación, valor, objetivos y designio; necesidades de las que han surgido el lenguaje, la poesía, la música, la ciencia, el arte y la religión”. Este ascenso desde las necesidades de supervivencia a las de satisfacción requiere un continuo esfuerzo personal. Si no queremos ser víctimas de nuestras propias pulsiones instintivas, tenemos que aumentar de manera constante la proporción del tiempo que dedicamos a satisfacer las necesidades superiores sobre las necesidades inferiores.
El hombre actual se encuentra anclado a sus necesidades elementales y esto le lleva a regodearse en su satisfacción, en vez de servirles como indispensable sostén de una vida plena. Debido a ello son muchos los que se detienen en las meras necesidades básicas, complicándolas y refinándolas hasta el absurdo. Un ejemplo paradigmático es el preponderante papel que hoy se le ha otorgado a la gastronomía. Los programas televisivos y radiofónicos, así como las publicaciones dedicadas a la cocina han crecido a un ritmo inusitado, como también lo han hecho los establecimientos de restauración y las tiendas de gourmet o delicatessen. Entender de gastronomía y de vinos ha pasado a ser un signo de distinción neoburguesa, de ahí el auge de los clubes gastronómicos y la organización de catas vinícolas que sirven de iniciación al buen beber y el buen comer. Algo similar podríamos decir de la vestimenta, rehén de los continuos vaivenes de una moda fluctuante al servicio del consumismo y a cubrir el cuerpo de un seres más desnudos por dentro que por fuera.
Como consecuencia de la retención del hombre entre las redes de las necesidades inferiores se han acentuado los procesos de fijación social y la detención del desarrollo de la persona. Tal y como apuntaba Mumford “cuanto más complicado y costoso el aparato para asegurar la supervivencia del hombre, más probable es que sofoque los fines para los que humanamente existe. Esa amenaza no fue nunca más fuerte que hoy día, porque la misma exquisitez de nuestro aparato mecánico, en cada aspecto de la vida, tiende a colocar al proceso no humano por encima del fin humano”. Siguiendo esta idea, el propio Mumford dejó por escrito “que la elevación del hombre por encima de su estado puramente animal consiste en el aumento constante de la proporción de necesidades superiores sobre necesidades inferiores, y la mayor contribución de estas vitalidades y energías al modelamiento de personalidades más ricamente dotadas y más plenamente expresivas”.
Durante buena parte de la historia pocos fueron los que tuvieron la oportunidad de dedicar parte de su tiempo a la autorealización personal. La mayor parte de la gente no tenía más remedio que dedicar casi toda su jornada al sufrido trabajo agrícola o ganadero, y su alimentación estaba orientada en exclusiva al mantenimiento de la fuerza física indispensable para extraer con gran esfuerzo los frutos de la tierra. Según la máquina fue ocupando espacio en las tareas productivas aumentó de manera progresiva la disponibilidad de tiempo para el ocio y la cultura. Lo que parecía la culminación del sueño de los principales representantes del liberalismo político y económico se convirtió en una pesadilla al caer en descrédito los ideales que tradicionalmente habían acompañado al “otium cum dignitate” del que hablaba Cicerón, es decir, al "ocio digno" u "ocio que merece la pena”.
Nuestro actual ocio indigno se caracteriza por su pasividad y la permutación del orden de prelación del “otium cum dignitate”. El mismo Mumford resume este fenómeno en este párrafo magistral de su conocida obra “Técnica y civilización”: “demasiado aburrida para pensar, la gente leía; demasiado cansada para leer, podía ir al cine; incapaces de ir al cine; podían encender la radio; en cualquier caso, podían evitar la llamada a la acción”. Estas palabras fueron publicadas en 1934, cuando todavía no había llegado a los hogares la televisión, ni muchos los videojuegos, los ordenadores, internet o los teléfonos móviles. Con la práctica universalización de estos artilugios tecnológicos el ocio se ha vuelto cada día más pasivo y estéril desde el punto de vista de la realización personal y la satisfacción espiritual, agudizando de este modo la crisis interna de nuestra civilización.
Si realmente estamos interesados en resolver la actual crisis externa debemos enfrentar previamente la crisis interna del propio hombre.
Nuestra primera acción para superar esta difícil coyuntura consiste es remendar nuestros ideales y valores, acto que tiene que venir acompañado por la reorganización de la personalidad humana en torno a sus necesidades superiores y más importantes. Una personalidad que debe mantenerse en un proceso permanente de crecimiento y renovación, de modo que nuestras principales tareas pasen a ser el autoexamen, la autoeducación y el autocontrol. Todo lo que rodea al hombre, las organizaciones, las instituciones, la economía, el poder, la cultura, la naturaleza, la tecnología, las ciudades, etc…, deben ponerse al servicio de la plena realización del hombre para nutrir, refinar, ampliar y profundizar la personalidad individual y colectiva. En definitiva, la cada día más amplia variedad de artificios y medios técnicos tienen que ponerse al servicio de crecimiento continuado de la personalidad humana y el cultivo de una existencia significativa, plena y equilibrada.
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